A un viaje entre dos fuerzas que luchan, coexisten, y comparten cuna, sepulcro y lecho.

 

Tal es la invitación de este disco de Claudia Stern. En aquél diálogo musical, claroscuro, una de esas fuerzas tiene una gravedad espesa que conduce a la tierra y a la muerte, mientras que la otra, liviana y etérea, está compuesta de antigravedad blanca que lleva tan lejos de casa, que trona difícil el regreso.

 

Por eso es que en algunos temas se produce un florecer con el calor de la tierra entre las venas, se decreta un “quiéreme como soy”, así, libre y prisionera, con todas las ambivalencias pendulares posibles, con el fruto, el árbol, la luna, el sol, y también con la canción que aprieta la garganta, con el silencio oxidado que al mismo tiempo y sin contradicciones puede sentarse al borde del camino a contemplar tanto el vuelo del pájaro que libera, que lleva más allá, a los lugares blancos, al amor con los ojos desnudos, como a la serpiente negra que acecha los días, aquella que constituye, abriga y hunde a la vez, y que aparece y desaparece de manera antojadiza, sin control, como todas las cosas de este mundo.

 

La guitarra rota, el tormento de cantar, el cielo cerrado, los ojos nublados, la amarga apretura del día, y de pronto el sol, imprevisible, que vuelve a iluminar las sombras, hace que en este disco palpite un ciclo terrestre, ciclo vivo que entre el amanecer y el ocaso recuerda la propia irreductible alteridad y los vaivenes en que nos mece la vida en esta Tierra.​

Paloma Valenzuela